Desde que te conozco, hay un eco en cada rama que repite tu
nombre; en las ramas altas, lejanas; en las ramas que están junto a nosotros,
se oye. Se oye como si despertáramos de un sueño en el alba. Se respira en las
hojas, se mueve como se mueven las gotas del agua. Clara: corazón, rosa,
amor... Junto a tu nombre el dolor es una cosa extraña. Es una cosa que nos
mira y se va, como se va la sangre de una herida; como se va la muerte de la
vida. Y la vida se llena con tu nombre: Clara, claridad esclarecida. Yo pondría
mi corazón entre tus manos sin que él se rebelara. No tendría ni así de miedo,
porque sabría quién lo tomaba. Y un corazón que sabe y que presiente cuál es la
mano amiga, manejada por otro corazón, no teme nada. ¿Y qué mejor amparo
tendría él, que esas tus manos, Clara? He aprendido a decir tu nombre mientras
duermo. Lo he aprendido a decir entre la noche iluminada. Lo han aprendido ya
el árbol y la tarde... y el viento lo ha llevado hasta los montes y lo ha
puesto en las espigas de los trigales. Y lo murmura el río... Clara: Hoy he
sembrado un hueso de durazno en tu nombre.
Carta de Juan Rulfo a Clara Aparicio
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